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ADIOSES PERENNES
por Rosa Sanmartín
A Paula
I
Estoy sentada frente a Clara. No sé quién ha hecho el café que nos estamos tomando. Tal vez, mientras ella subía en el ascensor, he puesto la cafetera. No lo recuerdo. La miro despacio. Lleva puesto el vestido verde que le compré por su cumpleaños. Ella me está hablando, aunque no entiendo muy bien sobre qué. He dejado de escucharla. Solo quiero verla sonreír con ese vestido. Me parece que es la primera vez que se lo pone. Clara se ha dado cuenta de mi ausencia, porque me pregunta si la estoy escuchando. Le respondo que sí, aunque es mentira. Ella, entonces, me dice que he de reponerme de lo de papá, que ya ha pasado mucho tiempo. Y yo le digo que sí, que tiene razón, pero que cuarenta años es una vida entera. Tiempo al tiempo, acabo por contestarle.
Sin embargo, estoy segura de que estos vacíos, estas lagunas, este perder la memoria en el pasado es otra cosa.
No es la primera vez que me ocurre y me da miedo.
Todo esto me pasa desde que Antonio no está conmigo. Antes, cuando éramos dos, mi mente no volaba a otros lugares. Simplemente vivía el presente, el estar uno al lado del otro, el disfrutar de nuestra Clara que se había hecho mayor y había empezado una vida nueva, en otra casa, igual que habíamos hecho nosotros cuarenta años atrás. Pero desde que Antonio se fue, nada es igual. Los días se hacen largos en el enorme salón de una casa vacía. Las noches se convierten en un silencio que pesa; un silencio que no consigo ahogar con el murmullo de la televisión.
Por eso estoy así, aunque no se lo diga a Clara. Me despisto a menudo y, a veces, me encuentro en lugares a los que no sé cómo he llegado. La primera vez que me ocurrió estaba en el pasillo del supermercado. Me pareció, entonces, que despertaba de un sueño y no supe qué estaba haciendo allí ni lo que había ido a comprar. Al principio quise engañarme pensando que eran cosas de la edad, del sufrimiento pasado, pero sé que no; sé que aquí se esconde algo más.
Clara me saca de mis pensamientos cuando se pone de pie. La vuelvo a mirar. Dice que se va, que tiene que recoger a Julia de la guardería y que volverá mañana. Le sonrío y le digo que esté tranquila, que todo va bien.
Aunque todo va mal.
Me siento en el sofá marrón que adquirimos cuando nos trasladamos a esta ciudad. Recuerdo que Antonio y yo reíamos felices, mientras acariciábamos la prominente barriga que guardaba a nuestra hija. Por fin teníamos una casa en la que querernos y en la que hacer el amor sin que mis padres nos escucharan. Porque antes, antes de que la compráramos, dormíamos en la misma habitación que yo había utilizado desde mi infancia.
Antonio y yo no teníamos dinero para una casa, ni para una boda, pero como queríamos estar los dos juntos, nos casamos. Qué importaba dónde vivir. Sin embargo, pasados unos años, con nuestra Clara a punto de nacer, decidimos que teníamos que marcharnos, crear un hogar nuevo.
Guardo en mi memoria todos aquellos años con Antonio, con Clara. Los tres en este sofá, en el comedor, en la cocina. Los tres jugando en la cama hasta que se hacía demasiado tarde incluso para un domingo. De todos esos días me acuerdo como si hubieran ocurrido horas atrás. Puedo dibujar cada sonrisa, cada beso, cada conversación. Puedo dibujar en mi memoria cuando éramos tres; y yo, feliz.
Pero desde hace unos meses nada es igual. Hay vacíos en mi cabeza que no logro recomponer. Oscuros en mi cerebro que me dan miedo, pánico, angustia.
II
Las visitas al neurólogo me proporcionan un único diagnóstico, un diagnóstico cruel. El vacío se hará cada vez más grande. La familia tendrá que estar con usted y pronto no podrá vivir sola. De todo eso me informa la médica, pero de lo que no me advierte es de que un día me olvidaré de apagar la luz; otro, de ducharme; otro, de vestirme; otro, de mi barrio; otro, de mi casa…
Así, hasta que no pueda recordar a Clara, ni a Julia. Hasta que no recuerde quién soy yo.
Omite que un día la mujer activa que fui, esa que se arreglaba hasta para bajar la basura, se irá; desaparecerá, quedará solo su cuerpo. Esa mujer que soy acabará llevando un pañal que le cambiará su hija; porque Clara, eso lo sé bien, querrá cuidarme.
El pánico se apodera de mi cuerpo. Todo cobra sentido ahora; pero esta realidad, esa con la que acaba de chocar mi cerebro, es la misma que me obligará a dejar de ser yo. No puedo imaginar cómo es vivir en un lugar oscuro donde nada tiene significado.
Lo peor de todo es que el mismo día que recojo mis resultados, que descubro cuál es mi futuro incierto, Clara viene a casa para pedirme que me quede el sábado por la noche con Julia. Le digo que no. Hemos discutido, porque mi excusa barata de una cita ya programada e inamovible no es creíble para ella, que todavía no se ha dado cuenta de que, en casa, son muchos los momentos en los que ya no soy yo. Se ha dado cuenta de que escondo algo, aunque no puede imaginar qué. Se enfada. Nunca tuvimos secretos entre nosotras, me dice, y ahora no quieres contarme la verdad. Sabes que te apoyaré hagas lo que hagas, mamá. Soy tu hija y lo único que quiero es que seas feliz.
Esas son sus palabras antes de salir por la puerta.
No, Clara, no; no quiero decirte que tengo miedo de hacerle daño a Julia, de dejarla en cualquier sitio y no saber qué he hecho con ella, de darle de cenar, o tal vez no; de acostarla en cualquier sitio del que pueda caerse. No, Clara, no; no le haré daño a la pequeña Julia.
Las semanas siguientes son una constante justificación delante de ella para esconder mis lagunas. No sé cómo explicarle lo que ocurre, lo que estoy pensando hacer. Decido que ya llegará el momento de contar la verdad, aunque siento que ese día está cada vez más cerca. Ayer me encontré caminando por una calle que no reconocía y tuve que coger un taxi para volver a casa.
Ese fue el momento en el que tomé mi decisión.
Con miedo, pero también con ganas de aguantar un poco más, comienzo a colocar notas por toda la casa. En la nevera: coger la leche y preparar el desayuno antes de las 10; en el fogón, apagar el fuego y desenchufar el gas; en la puerta, no salir si no es con la dirección apuntada, el móvil y dinero; en la mesita de noche, cambiarte la ropa interior, ponerte el pijama y apagar la luz.
Sé también que ha llegado el momento de hacerle una confesión a Clara.
Ella me mira mientras hablo. Descubre el porqué de mis ausencias y mis excusas. Llora. Se lamenta por no haberse dado cuenta antes y yo la abrazo y le digo que no pasa nada, que siempre supe disimular. Pero no hay consuelo para esa hija que ve que su madre se está yendo.
Y entonces, cuando noto que está más calmada, cuando veo que ya está organizando una reestructuración de mi vida, se lo digo. Le cuento cuál es mi decisión final, qué es lo que va a ocurrir en las próximas semanas y cómo tendrá que ayudarme para que todo salga bien. Clara se niega rotundamente. Dice que no permitirá que su madre haga esa locura, que no va a apoyarme ni a seguirme en una estupidez como esa. Yo la miro con mucha ternura y le contesto que no es responsable de los fallos de mi cerebro.
III
He de despedirme de Julia. No volveré a verla más; nunca disfrutará de mi presencia; no tendrá a esa abuela que le lee cuentos por la noche y la deja acostarse tarde viendo una película, porque papá y mamá han salido de cena. Nunca dormiremos en la misma cama ni la arrullaré cantándole una canción.
Abrazo a Julia con todas mis fuerzas. Estoy lúcida. Le digo adiós mientras Clara y yo lloramos con desconsuelo, el billete de avión preparado y la maleta a cuestas. Una maleta llena de recuerdos que olvidaré.
Andrés nos lleva al aeropuerto. Todavía estás a tiempo de cambiar de opinión, podemos cuidarte, contratar a alguien, llevarte a una residencia... Cualquier cosa menos un adiós. Son las palabras de Clara. Pero soy firme. Mis últimas acciones con coherencia se las agradezco a no sé qué dios.
Con las pocas fuerzas que me quedan y con la suerte de estar lo suficientemente despierta como para llevar a cabo mi última voluntad, cruzo la puerta de cristal, me giro por última vez y le digo adiós con la mano, mientras embarco rumbo a un lugar que ella no conocerá jamás.
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