Relatos 2020: Laura López Alfranca con "El lamento de Parvati"

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  Relatos 2020

El lamento de Parvati.

Recuerdos lejanos de la India y Machu Picchu

Por Laura López Alfranca

 

Mandip siempre había sido un gran creador de autómatas o títeres, aunque eso le llevara a colaborar con quien no debía, vender y perder todo lo que amaba. Lo único que le queda a su lado, es una vieja marioneta de la diosa Parvati con la cara de su esposa, dado que también ha perdido los recuerdos y la cabeza. Lo que le hace enloquecer por completo, es la aparición de su Shiva con su rostro y la posibilidad de perder a su Parvati ante lo que fue.

 

Mandip soñaba con un mundo que ya no existía, con un tiempo pasado que le causaba dolor. Bengala había quedado muy atrás, pero en su memoria palpitaba tan viva como si hubiera sido ayer. Casas de adobe rojizo que refulgía bajo la luz del Sol, a veces podía ver entre esas formas otros edificios que sabía que no correspondían: los cottages de la campiña inglesa, algunas corralas castizas, las grandes casas coloniales con sus plantaciones de algodón... Su memoria le traicionaba incluso en el hogar de los sueños. Ese debía ser su castigo por sus pecados.

Al principio de su sueño, se veía corriendo por las calles estrechas y llenas de vapor del distrito de los artesanos. El tacto de sus pies pasaba de la tierra un poco húmeda al mojado del taller de su padre, donde se dedicaba a crear pequeñas marionetas de color cobrizo para que le contasen al pueblo las historias de sus dioses. El ruido del metal quemándose, golpeado y moldeado era a sus oídos la misma esencia de Akasha. Le hacía sentir tan cercano a Brahma y del sentido del mundo, que cuando su hermano mayor Dipak empezó su aprendizaje, no dudó en convencer a su padre para que le dejara a él también. De poco le importa la escuela de los colonos y la de los misioneros cuando él podía hacer éter puro. ¿Para qué necesitaba saber quién escribió qué historia a un mundo de distancia, cuando podía enseñar al pueblo la verdad que se encontraban en los sutras? Y todo gracias a los juguetes de su padre: las marionetas de metal de los dioses.

 

Los años pasaban y sus hijos artísticos, sus marionetas de vapor, eran cada vez más grandes y complejas, capaces de realizar las actividades más sorprendentes como comer y moverse con gracilidad; hasta podían cantar cuando un ventrílocuo le prestaba la voz. Prefería hacerlas tan grandes como las personas, porque las pequeñas parecían muñecos fáciles de ignorar y las grandes intimidaban demasiado; con el tamaño de un hombre o mujer normales podía hacer creer a los demás lo que quisiera.

No era rico, pero era feliz y podía mantener a su pequeña familia. El problema era que la edad le había arrebatado sus caras y voces, menos el rostro de su adorada Parvati, aunque ese no fuera su nombre. Había usado a los suyos como fuente de inspiración para sus mejores marionetas, las que no dudó en vender al virrey inglés.

 

Sintió las lágrimas surcando su rostro viejo y arrugado, pero no se despertó, ya no tenía fuerzas ni para revolverse contra sus errores y pecados, incluso cuando estos eran señalados por la magia de Chandra.

 

El extranjero, con más poder que muchos brahmanes, le habló de las revueltas de los suyos por las calles. Comentaba su preocupación, porque los suyos no cumplían el dharma y se estaban jugando su posibilidad de alcanzar a Brahma; necesitaba de sus marionetas para poder mostrarles lo equivocados que estaban y ayudarles. Cuando vio que aquel joven artesano, muy curtido en tratar con los colonos, no había caído en su truco, no dudó en emplear aquello que sí podía convencer a cualquiera: un buen montón de rupias como para comprar su ascensión en la sociedad y en el ciclo de reencarnaciones.

Mandip no dudó en mejorar sus modelos hasta rozar la perfección y con un gasto menor de vapor y mayor precisión en los movimiento. Podía almacenar la comida de las ofrendas en un estómago de cuero, hablar a través de un tubo mientras el “dios” movía los labios (consiguiendo un efecto de resonancia que añadía más misticismo al cuadro) y un sinfín de habilidades asombrosas. Ya no eran solo piezas de metal moldeado, sino también pintado y embellecido hasta el punto de que nadie era capaz de resistirse a la subyugación inglesa. Si lo hacía, el artesano no dudó en crear marionetas yaganathas, pesadas y fuertes, capaces de arrasar cualquier intento de sublevación contra sus señores británicos. Sus marionetas habían llegado a sustituir a las mulas en los carros de los poderosos, dotándoles de un halo de asombro y poder.

Lo que la edad y la memoria ya no recordaban, era cuándo perdió a sus hijos en favor de los sublevados… Cuando incluso su adorada Parvati le abandonó, asegurando que a su lado jamás lograría el cielo tras lo que había hecho a los suyos. Le llamó shudrá y desapareció entre la turba. ¿Fue aquella la primera vez? ¿La última? No lo sabía. En él solo quedaba la sensación agridulce de haber perdido algo tan amado y preciado como un corazón. Se quedó en su ciudad natal durante la caída de los británicos, junto a la mayoría de sus marionetas y los fantasmas de su pasado. Sin embargo, cuando los suyos entraron a la fuerza en su casa, tuvo que huir y únicamente pudo salvar a Parvati con el rostro de su mujer. No podía dejarla atrás, era lo poco que le quedaba de su alma y su vida.

 

La luz de Suria iluminó su pequeño cuarto, mientras el sonido de las hélices del zepelín se volvía casi insoportable por momentos. Sentada ante él estaba su Parvati, con la pintura desconchada y los brazos cruzados ante su pecho. La vieja marioneta no podía mantenerse en pie sin ayuda, dado que, para poder ingresar en el Circo Paradise, le había quitado las piernas y la convirtió en una vulgar lamia. Era más impresionante tener a una mujer con cola de serpiente, por muy impura que esta fuera, que a una diosa llena de matices y maravillas.

 

Se estiró con dolor y escuchó crujir todos sus huesos. Mientras, fuera, escuchaba las charlas de sus compañeros de troupe más que despiertos. Divina juventud, capaz de tener energías a pesar de los malos sueños… o tal vez no habían vivido lo suficiente para tenerlos. En su caso, a veces se sentía bendecido por sus problemas con la memoria: olvidaba rápido las pesadillas como el que acaba de tener, de la que apenas había dejado un poso amargo. Sin embargo, la mayor parte del tiempo era un problema: no recordaba lo que acababa de ocurrir, le hacía irritable y… cuando peor se sentía y se dejaba llevar, deformaba la realidad a su alrededor hasta convertirla en una locura aterradora. Sabía que tenía problemas y recordaba las sensaciones, pero no los detalles, ni siquiera lo importante… Había aprendido a vivir con su cabeza estropeada por la vejez o los golpes. Le habría encantado poder arreglarla con vapor y martillo.

—¡Gü… Buenos días, Opa! —saludó con educación al otro lado Elke, que le causaba gran ternura con su acento alemán, tan suave y dulce llamándole abuelo.

Todos, con un lenguaje u otro, le acababan llamando abuelo.

 

Era curioso que un idioma pudiera ser tan maleable: en labios de una chiquilla tan dulce como Elke causaba ternura; cuando lo usaba ese canciller de la televisión (qué invento tan peculiar) sonaba mandón y horroroso. Era curioso que hablase de lo que hicieron los alemanes en la anterior guerra… Hasta que recordaba que esa guerra había pasado mucho tiempo atrás y su pasado era todavía más lejano. A veces se sentía tan inmortal como un dios, aunque sin la ventaja de la juventud.

—Buenos días, Po-tee —respondió el hombre y la muchacha de rizos rubios y rostro angelical, entró con un cuenco de las sobras del día anterior—. ¿Seguimos ahorrando?

—Creo que Herr Zwerg no calculó bien las provisiones —explicó la muchacha sentándose a sus pies, colocándose la ropa vieja, pero bien conservada.

Por lo que en poco tiempo tendrían que descender y, en medio de aquellas montañas perdidas de Sudamérica, no sabía dónde podrían encontrar una ciudad que pudieran comprar para una troupe tan grande. Le sorprendía que Mister Little One fuera a gastar su valioso tiempo en un lugar tan perdido.

 

Mister Little One era el patrón y con una compañía de tantos países como era la de aquel lugar. Siempre pedía que recordaran que era el jefe y el enano de la función; cada cual en su idioma, poco le importaba, pero siempre que fuera el señor y el enano. Había que reconocer que el norteamericano tenía un peculiar sentido del humor que no le era desagradable a Mandip. Había tratado de traducir su nombre al hindi y nunca había sido capaz de encontrarle un equivalente en su lengua materna, fuera por la edad o que se le presentó en inglés y se había acostumbrado a su cadencia,

 

—¿Cómo van Haruka? —preguntó el anciano disfrutando de la carne de cordero—. Casi no vienen a visitarme.

—Están practicando nuevos bailes. Están muy ocupados —dijo la muchacha sonrojándose—. Meine mausis también han ensayado mucho, ¿quieres verlo, Opa?

—Claro, siento curiosidad —aseguró el hombre con una sonrisa.

La chiquilla sacó un silbato y con un sonido suave, por la rendija de la puerta se coló el pequeño ejército de ratones de todos los colores para ocupar cada rincón del suelo. Se alzaron sobre sus patitas traseras y observaron el mundo con ojos con negrura y, a veces, como la sangre. En algunas ocasiones, al verle tan quietos y a la espera, casi podía asegurar que eran mucho más inteligentes que para hacer un par de trucos.

Elke comenzó a cantar y mover las manos al mismo tiempo, haciendo formas que nada tenían que ver con el ritmo de su voz. Mientras los mausis más pequeños bailaban, los mayores buscaban diferentes objetos de la habitación para hacer cabriolas, desde mantener el equilibrio haciendo una torre sobre un objeto cilíndrico, hasta formar pequeños circuitos de saltos; se les veía maniobrar encima de cada objeto con agilidad y hasta casi parecían poder crear nuevos divertimentos con lo que tenían a mano. Buscaban cualquier lugar elevado para ser vistos. Era un espectáculo magnífico, el favorito de los pequeños que iban a visitarles. De los mayores, era el vestuario tradicional y un tanto “descocado” de Elke.

 

Vio a los ratones subiéndose por su Parvati y al ver que olisqueaban la boca de su diosa, se puso nervioso e intentó levantarse agitando los brazos. Tenía miedo de que la estropearan; casi sintió un odio ciego hacia esos animales. Su corazón incluso volvió a latir como en su juventud.

—¡Quitad vuestras garras de mi Parvarti, asuras!

Opa, tranquilo, ¿da? —pidió la chiquilla acercándose a los ratones y cogiéndolos con delicadeza—. Deben haber olido algo que les haya gustado… y no les llames asuras, ni tampoco demonios, que se enfadan y se ponen tristes.

—A veces le doy algún dulce —reconoció Mandip todavía enfadado—, pero ellos no tienen que subirse encima. No tienen respeto.

—Ofrendas de dulces, eso sí es vie… ¿tener buena suerte?—comentó ella quitando a los animales de la estatua y dejándolos en el suelo—. Sacaré a meine mausis, ¿da… bien?

—Diles que si no se saben comportar, que se alejen de mi Parvati.

—Te entienden, Opa. Puedes decírselo a ellos.

Fue entonces cuando escucharon los cables del zepelín tensándose y el hombre se asustó de forma instintiva. Era un gruñido de metal desagradable y hambriento como los tigres. La muchacha le ayudó a levantarse y le ató a una silla para evitar accidentes. También aseguró a Parvati y los mandos para controlarla. Mientras, los ratones iban escalando por sus ropas y escondiéndose.

—Guarda a tus malditos asuras. Como muera uno, a Mister Little One no le hará ninguna gracia —se quejó el viejo.

—Ni a mí —dijo ella con expresión triste y el odio del anciano se esfumó.

—Perdona, Po-tee —pidió Mandip— a veces soy demasiado cascarrabias.

Elke le sonrió de forma fugaz antes de marcharse corriendo por la puerta. Dejando al anciano con el chirrido del metal del zepelín y de su adorada Parvati traqueteando; mientras, la nave fue temblando cada vez más, hasta que se convirtió en una vibración mareante. El anciano mecánico se dio cuenta le había olvidado como sonaba la piel y la carne al moverse de forma tan insistente. Se le habían olvidado tantas cosas… Lo que siempre recordaba es que que aquella sensación le hacía vomitar si se prolongaba mucho, y eso dependía de los edificios alrededor.

No le gustaba que le desataran sucio, siempre pensaban que necesitaba que le lavasen como un inválido. Solo Hakura y Elke respetaban sus manías, los demás lo trataban con condescendencia y le consideraban frágil.

 

Por suerte, fue una bajada muy rápida, casi demasiado y aquello le hizo sospechar. Lo bueno es que no estaba mareado y, tras permanecer unos momentos sentado, pudo levantarse y dejar que sus huesos crujieran. No le gustaban tanto los viajes como antaño.

Alguien llamó con gran educación a la puerta y, a través de esta, pudo escuchar la preciosa voz femenina de Haruka.

Oojichan, Chiisaisama nos ha pedido que vengamos a recogerte —saludó al otro lado.

—Claro, pasad mis niños —pidió algo más alegre al ver pasar a los siameses.

—Buenos días.

Los dos se llamaban Haruka y eran parecidos: dos jóvenes de pelo y ojos negros, delicados y bastante altos a pesar de que estaban unidos por todo su torso. Compartían los dos brazos, tenían dos pechos y dos pares de piernas. Eran parte de los acróbatas y bailarines del circo.

Oojisan, Elke nos dijo que nos echabas de menos —saludó el joven tendiéndole su brazo para que se apoyara.

—No puede ser, Po-tee vino… —comentó Mandip. Sin embargo, respiró hondo al interrumpirse, eso le había ocurrido muchas veces—. ¿Cuánto llevo sentado recuperándome?

—Buena parte de la mañana —reconoció el joven.

Como se había temido, el tiempo le seguía causando malas pasadas a su mente. No le gustaba perder la noción del mundo.

—Unas tres horas desde que llegamos a… Machu Picchu. —La muchacha paladeó cada sílaba para pronunciarlo como debía

Eran muy concienzudos en el aprendizaje de idiomas y solo usaban su lengua materna para nombrar con cariño o en su tierra. Fuera se adaptaban a lo que cada miembro de la troupe supiera. A veces se le olvidaba si le hablaban en hindi o no.

—Estoy demasiado viejo, niños. Hasta tardo en recuperarme de un viaje sencillo —se quejó con amargor.

—Puede que te quedaras dormido, Oojisan —comentó el joven con calma—. Cuando tienes el estómago calmado te es más fácil relajarte.

Sin embargo y a pesar de los intentos de Haruka, Mandip volvió a enfurruñarse y a sentirse enfadado con el mundo. Últimamente tenía peor humor y no le importaba hacer gala de él. Ya había vivido mucho como para pedir disculpas por todo.

 

Mientras Haruka seguían hablando, el anciano se fijó en la ciudad tras bajar de una pista de aterrizaje que medio colgaba por entre las imponentes montañas: el lugar estaba lleno de edificios cuadrados construidos con grandes piedras, donde cientos de personas paseaban a través del vapor que se iba enfriando y posando sobre el suelo; así convertían a los caminantes que emergían de estas en fantasmas con peculiares tocados en oro y joyas, portando gafas de aviador para poder ver a través de la niebla artificial. En algunas zonas el agua llegaba a flotar y se convertían en nubes.

Aunque era un lugar milenario, donde parecía un sacrilegio que hubiera alguna señal de modernidad, se escuchaban los pitidos de los coches y las bocinas de las bicicletas. En el cielo se podían ver los mismos modelos de vehículos, salvo que con los dos o más globos de gas hinchados para que le permitiera flotar por la ciudad. El transporte comunal era una enorme serpiente dorada y llena de plumas, que los chicos identificaron como quetzal.

—Como tú, Oojichan, construyen sus dioses para hacerlos mundanos. ¿No es curioso? —preguntó con su voz aflautada Haruka.

El hombre sintió más enfado al ver unas representaciones divinas mancilladas de forma tan vulgar. Un dios debía enseñar a los analfabetos, ayudar a comprender las sagradas escrituras… no servir como mula de carga. Sintió que los dientes le rechinaban de enfado, sin saber muy bien cómo responder a sus acompañantes.

—¡Buenos días, Mandip! —saludó a lo lejos Mister Little One.

El enano fue sacudiendo su bastón mientras se dirigía por en medio de la calle para encontrarse con el trío. El jefe de pista era un hombre de pelo rubio y tupido, ojos claros y cejas pobladas. La piel rosada y la nariz aguileña cuadraban con los rasgos que Mandip siempre había identificado con los colonos. A fin de cuentas, hasta no hacía tanto, América fue colonia británica como la India. No sabía por qué eso le daba una cierta satisfacción un poco perversa… Como si pensar que, de alguna forma, si un país tan poderoso como el de Mister Little One había sido un esclavo como el suyo, significaba que cualquiera podía lograr la grandeza a poco que hiciera.

—Buenos días, Chiisaisama—saludaron Haruka con una inclinación.

—Muchachos. Mandip, necesito que eches una mano a Elke —le comentó el enano—. Va a necesitarte de pago.

—No lo entiendo, ¿me quiere vender? —preguntó el anciano confuso.

Al escuchar la carcajada un tanto maleducada de su patrón, supo que había entendido mal.

—No, hombre. Ha encontrado un autómata viejo de tipo marioneta como el tuyo. Incluso tiene el tamaño perfecto para hacer pareja con Parvati —explicó el hombre—. Si decides repararlo, podría servirte para el espectáculo, pero ella se ha emperrado en que lo quiere para sus ratones.

—¿Para qué quiere eso?

—Dice que para una casa, pero uno de mis chicos lo ha revisado y dice que podría servir para que lo accionaran si Elke les enseña cómo. —El anciano pudo ver la codicia en la mirada de su patrón—. Pero ella dice no sé qué de que se parece a su opa. No recuerdo que tuviera familia…

Opa soy yo, Mister Little One —le comentó el viejo confundido.

¿Cómo iba él a parecerse una marioneta? Qué locura, jamás había sido tan agraciado como para servir de modelo. Una parte de su cabeza latió, le ocurría siempre que un recuerdo trataba de hacerse escuchar. Sintió miedo por ese recuerdo, casi quiso darse la vuelta y marcharse. Pero sin saber a qué debía tenerle miedo, no podía marcharse, a fin de cuentas, era un hombre.

 

Haruka le guio a través de las grandes calles empedradas de grandes rocas hasta un edificio algo más alto que los demás, pero que anticipaba a lo que se dedicaba por el olor, la humedad y el sonido tan estruendoso. El taller estaba lleno de vapor y se escuchaba el repiquetear del metal contra el metal. Sentía que su corazón latía joven de nuevo al escuchar ese sonido. El agua gaseosa inundó sus pulmones, ensanchándolos con fuerza y no le importó que parte de su piel se abrasase con tal de volver a sentirse así. Podía ver pequeñas serpientes aladas escabulléndose por el techo y saliendo a volar al aire libre. Incluso podía escucharlas gritar de felicidad.

Elke corrió a su encuentro y saltó a su alrededor excitadísima. Los ratones de sus ropas sobresalían por entre los pliegues, asustados por tanto movimiento. Le encantaban esos animales tan inteligentes.

La muchacha insistía una y mil veces en que era su guapo opa, que se le veía en la nariz e incluso tenía una marca como Parvati.

—Estás confundida, Po-tee —le comentó el anciano con paciencia—. No soy tan guapo como para permitir que nadie me use de modelo.

—Se parece a ti, de verdad. El dueño incluso me dijo que la compró hace un año a alguien que venía de la India —insistió ella—. Todo encaja.

Oojichan, esto puede ser uno de tus olvidos, ¿no crees? —intercedió Haruka con calma.

—Tonterías, yo no…

A lo lejos lo vio, con la piel azul era imposible no hacerlo. Cuando Mandip se acercó y se encontró con su nariz, estaba seguro de que era él y eso no le gustó, ni siquiera al notar aquel brillo que delataba que lo habían cuidado. ¿Qué era lo que le desagradaba? ¿El hecho de que alguien hubiera cuidado de una parte de él? No, era que aquel tipo tenía una sonrisa inocente e incluso casi feliz. No podía ser él, se negaba a creerlo y eso le enfadaba por verse tan engañado. Él jamás había sido así.

—Pues se parece mucho a ti, Oojisan —aseguró Haruka con su voz grave.

—¿Qué estáis diciendo? ¡Eso es una estupidez! —dijo con furia.

Mandip no quería enfadarse con ellos, pero aquella criatura no podía ser él. Demasiado atractivo, inocente y feliz; estaban confundidos. Tras dejar ese punto claro, decidió examinar los engranajes del interior, que necesitarían mucho trabajo para poder ser usados con la maquinaria de vapor, aunque si se le apretaba cada parte, acababa produciendo movimientos suaves, si hubiera forma de introducir unas pequeñas manos, podría funcionar perfectamente. Al no encontrar su distintivo en las placas, ufano, se levantó y miró a esos jovenzuelos ignorantes.

—No soy yo, no tiene mi marca —les espetó.

Oojichan —le respondió Haruka abriendo la compuerta del abdomen y mostrando la parte trasera de la tapa—, tiene tu marca.

Allí estaba su pasado: no era su marca, no al menos la actual. Esa era la primera que utilizó cuando todavía tenía su pequeño taller, la misma que tenía su adorada Parvati. No le gustó verle allí, ese ya no era él… esa persona había muerto muchísimos años atrás.

—Por favor, Opa —pidió Elke con una sonrisa—. A meine mausis les encantará tener una casa con tu forma y que puedan jugar con ella. Será la mejor casa del mundo.

Mandip suspiró y trató de recuperar el aire. Escuchaba a lo lejos al dueño del taller hablando en una jerigonza extraña, que seguro que sería para convencer a los chiquillos de que se lo llevaran.

Siguió mirando con fijeza a su otro yo y se preguntó si podría escabullirse de alguna forma. Sin embargo, se encontró trabajando para poderle pagar aquel fantasma a Elke. Sintió miedo por Parvati, ¿qué ocurriría si se veían? Puede que fueran unas marionetas, pero ¿acaso el anciano no se había aferrado a una tras perderlo todo? ¿Qué pasaría si le quitaban eso? ¿Qué le quedaría del hombre que fue? Su corazón tembló y los ojos se le empañaron por unos instantes. Por suerte, el trabajo siempre le había dejado la espalda destrozada y la mente demasiado cansada para pensar.

 

***

 

A Elke le sorprendía muchas veces las reacciones de Opa. No es que fuera tan tonta como para no saber que estaba ya muy mayor y enfermo de la cabeza por los motivos que fueran, pero esa necesidad de negar que el ¿cómo lo había llamado? ¿Shiva? Le resultaba casi triste. Verle como una amenaza que podía quitarle a una vieja muñeca de latón.

Escuchó los quejidos de Schnauzer deseando salir de una vez de su escondijo, como los demás mausis. La muchacha se agachó encima de la marioneta y dejó a un par encima de la superficie de metal y los demás salieron para reunirse con ellos. Se introdujeron en diferentes recovecos en los el Elke, ni ambos Haruka habían reparado.

El armatoste crujía e incluso habían conseguido arrancarle algunos movimientos ortopédicos, pero podía escuchar a sus amiguitos correteando contentos con su nuevo hogar. Con lo listos que eran, seguro que estarían deseando domesticarlo y sacarle todos sus secretos.

—¿Será como la Parvati de Oojisan? —preguntó el joven a su lado—. Por fuera lo parece.

—Por dentro reacciona a los movimientos de tus mausis —prosiguió su amiga—. ¿Podrá comer o hablar como la otra?

La muchacha, para comprobarlo, sacó unos dulces de su bolsillo, abrió la boca con delicadeza y dejó caer las golosinas. Abrió la compuerta de la tripa y el cierre del estómago. Allí estaban las golosinas… y al momento ya no estaban: sus mausis habían corrido para cogerlas y devorarlas agitando sus naricitas. Incluso algunos habían roído el cuero duro con gran velocidad. Esperaba que eso no fuera a meterles en problemas con los de cocinas, que siempre acababan encontrando a sus chicos comiendo el azúcar. Luego se encontraban tan nerviosos que eran incapaces de practicar ninguno de sus trucos.

—¿Qué opinas? —preguntó su amiga.

—Si funcionan las tripas, debe funcionar la voz, ¿da? —aventuró Elke con una sonrisa enorme.

Es que no podía evitar pensar en lo emocionante que sería aprender a manejar una marioneta con sus chicos. ¡Eso era casi como ser una maga! Lo que tenía que hacer era practicar muchas horas con ellos. Se les veía demasiado aburridos de los trucos de siempre y necesitaban un nuevo desafío. Elke cogió a Schnauzer de la cola con ternura y le susurró sus planes al oído. Siempre había sospechado que la familia blanca y marrón de Schnauzer era la más lista de los suyos, porque casi era capaz de responderla. Aquella vez no fue diferente, le vio dar tres vueltas de excitación y bajó a toda velocidad con los suyos para contarle el nuevo plan.

Ver a sus amiguitos tan felices hacía que Elke se quisiera reír con ellos.

 

Sin darse cuenta, se dio la vuelta y vio a Opa mirando la marioneta con fijeza. Se le veía muy contento, casi eufórico al ver el destino de su Shiva.

—Espero que se quede siempre así —le pidió con brusquedad a Elke. Otros de sus cambios de humor por su enfermedad—. Mantenlo lejos de Parvati, no le quiero ni en mi zepelín. Ya te lo he comprado, pero si fuera por mí, lo quemaría.

Opa

—Lejos, lejos de mi zepelín, lejos de mi Parvati.

—Pero, Opa —comentó la muchacha triste—. No puedo sepárame de meine mausis.

—Lejos de mi Parvarti, lejos, lejos… —repitió sin cesar.

Cuando se ponía así, Elke y Haruka se entristecían: cada vez era más a ese siniestro hombre loco y menos a su Opa. En vez de enfadarse y gritarle, decidió que se cambiaría al zepelín de los mis… monstruos, aunque no le gustaba llamarlos así. Lo que esperaba era que sus mausis entendieran que no debían volver al otro, ya que eran muy suyos con sus costumbres y les costaba cámbialas.

 

***

 

Mandip había estado muy nervioso durante todo el día y lo sabía; incluso durante las compras de dulces para su diosa y algunos tocados no le habían dejado tan satisfecho como de costumbre. No había cejado en su empeño de que Shiva estuviera lejos de Parvati a cualquier precio. Habló con Mister Little One y le insistió en la importancia de que lo alejase, de que por muy buena persona que apareciera, en el fondo era un codicioso capaz de hacer daño a los que amaba. Era peligroso y pernicioso, si por él fuera, lo fundiría en las calderas de los zepelines para no tener que temer ni de que su mal karma pudiera afectarles.

—Pues me recuerda a ti —aseveró con calma.

—¿Cómo puede sugerir algo tan terrible? —gritó el anciano—. ¿No ve la maldad escondida en sus ojos? ¡Debe hacerme caso antes de que me robe a Parvati!

Le gritó durante un rato más, no supo cuánto y después se retiró a descansar a su cuarto. Estaba agotado, pero no dudó en ir a la cocina a coger más dulces para su Parvati. Tenía que contentarla de alguna forma, adormecerla para evitar que supiera que Shiva estaba allí.

 

En su cuarto, ella le esperaba sentada donde aquella mañana: atada en su silla, sola y con expresión triste. Creyó ver que se alegraba de verle y la colocó en la mesa, a pesar de lo que le costaba moverla con su cuerpo de viejo. Le arregló un poco el pelo y le colocó una corona de flores que le había comprado.

—¿No te gustan? —le preguntó al ver su disgusto porque estuvieran algo pasadas—. Lo siento, no sabía que eran tan delicadas, pero te he traído una buena cantidad de dulces, no te quejes.

Con delicadeza, como si fuera una mujer de verdad, colocó en la boca de metal un trozo de pastel tratando de no descoyuntar la mandíbula inferior. La edad también estaba haciendo estragos en el metal y cada vez era más difícil arreglarla.

Le contó su día, sonriendo mientras actuaba como un tonto enamorado. Casi creyó poder escuchar la voz de su mujer riéndose como la diosa que era

 

Entonces, la lucidez volvió. A veces ocurría: no recordaba su vida más allá del circo y de esa troupe, pero sí lo que había dicho o hecho. Allí estaba, alimentando con unos pocos ahorros a una copia barata de su esposa y deseando que una de sí mismo no se le acercara. Como si el metal pudiera enamorarse entre sí o de la carne.

—¿Por qué estoy tan mal? ¿Es este mi verdadero castigo por trabajar con los colonos? —preguntó a la estatua y esta, como única respuesta, desencajó la mandíbula—. ¡Ay, vieja amiga! Ojalá fuera tan fácil arreglarme a mí como a tu mandíbula.

Acabó de encajarla con precisión y bajó las manos hacia su abdomen.

—Ahora que todavía soy yo, le daré esto a los mausis de Elke. Esos animalillos sí merecen estas cosas, y no tú, que ni siquiera…

Se calló. Dentro de la bolsa de cuero, salvo un pequeño agujero, no había absolutamente nada. Aunque recordaba haber metido un dulce, e incluso cuando se chupó los dedos sintió el sabor azucarado, no había nada. Lo cual era extraño.

Levantó la bolsa, pero allí no había nada. Tampoco escuchaba ningún ruido de la maquinaria… Preocupado, cerró el abdomen, tomó otro de los pasteles y lo volvió a meter en la boca. Apenas unos momentos después, volvió a abrirlo y se encontró que en la tripa no había nada. Hizo varias pruebas, contó cada pastel y todos desaparecían.

Al final de la noche, cuando ya no quedaron dulces, miró los ojos de su Parvati y con la timidez de un muchacho en la noche de bodas, se acercó con delicadeza. Temía que fuera a apartarse y negarle aquel mísero consuelo tras tantos años perdidos. Cuando sus labios tocaron los de metal, estuvo seguro de que ella le devolvía el gesto con la misma vergüenza.

—Mi amor, mi adorada Parvati —murmuró él con lágrimas en los ojos—. Todos estos años… y siempre estuviste aquí, a mí lado.

Un suspiró, no necesitaba más respuesta de ella.

—No te preocupes, no le permitiré que se acerque a ti y nos aleje. Jamás —aseguró él con pasión—. Aunque tenga que poner la muerte entre él y nosotros.

 

***

 

Se negó a salir en los días siguientes, mucho menos a que nadie entrase y viera a su esposa. Aceptaba la comida que Elke o Haruka le traían, sobre todo si sabía que tenían dulces para alimentar a Parvati. Los jóvenes le pedían que saliera y les escuchase, que no podía seguir encerrado en la habitación y sin limpiar.

Opa, el olor es terrible y es malo que no te dé el Sol —comentaba… ¿quién? Ya no lo recordaba y ¿qué importaba el muro fuera de esas paredes, lejos de su Parvati?—. Por favor, sal con Haruka y conmigo.

—No —murmuraba sin importarle si le escuchaban o no—, tengo que cuidarla, vigilar que ese maldito Shiva… No, ese asura que se ha disfrazado de mí.

Oojisan, por favor —pedía otra voz.

De pronto todo fuera de aquel cuarto se volvía oscuro y tenebroso, mientras que el cuarto cada vez se agrandaba y llenaba de sombras oscuras.

Oojichan, son solo marionetas, no son reales —mentía una tercera persona.

Se negaba a escucharlas en esos momentos, solo cuando volvían Haruka y Elke se lo intentaba volver a explicar. Ocurría una y otra vez sin descanso… Seguro que se repetirían hasta el final de los tiempos, mientras él se negara a entregarle a los demonios su Parvati. Sabía que mientras estuvieran juntos, nada les ocurriría y, sin embargo, conocía a los asuras, sabía que pronto atacarían y su golpe sería mortífero. Lo sabía porque la habían cortejado días antes, incluso habían tratado de robarle un beso a su esposa con sus hocicos.

 

Hocicos, mausis… ¿habían sido ratones o había terribles seres sobrenaturales entre la troupe? A veces dudaba, pero cuando eso ocurría, besaba los fríos labios de su amor. Debía aceptar que su historia, escrita en los shuras, vaticinaba que aquello llevaría a un final trágico. Ningún dios podía amar a una humana y… no recordaba qué más.

 

El primer ataque de los demonios se produjo por la noche, cuando él dormía en el suelo abrazado a su amada. Escuchó a Parvati lamentarse, no solo con el chirrido suave y rítmico de su metal… fue como un llanto que partía el alma, algo agudo, pero quedo; lo reconocería en cualquier parte: era el llanto de su esposa. Al momento siguiente, se había escapado de sus brazos y reptaba para llegar a la puerta por no tener piernas que utilizar. Los demonioshabían llegado para llevársela.

—¡No, Parvati! —gritó cogiéndola de los hombros y zarandeándola—. ¡No puedes marcharte de nuevo, no puedes irte con Shiva!

A cada movimiento que le aplicaba, los asuras con forma de ratón se escurrían de cada junta y escapaban por el quicio de la puerta. Furioso, Mandip los persiguió tratando de matarlos. Apenas pudo acabar con un par de ellos.

Pero los ataques se sucedieron y, aunque fuera acabando con uno o dos a veces, las criaturas se escabullían con gran facilidad. Además, comenzaron a plagar sus sueños de pesadillas, de recuerdos que no deseaba tener.

Se volvía a ver en Bengala rodeado de los rebeldes contra los colonos. Los suyos, con pieles sucias, marchitas y casi grises, lanzaban piedras, palos y cualquier cosa que tuvieran a mano contra grandes torres llenas de brazos cortantes, de cuyos tubos de escape expulsaban vapor tan caliente que era capaz de abrasar la carne: sus yaganathas. Aunque los había creado fuertes y otros artesanos añadieron las armas, su forma más efectiva de aplacar las revueltas era pasar por encima de cualquiera. Los gritos de dolor solo podían acallarse por el de los huesos molidos. El vapor de los yaganathas se volvía rojo de la sangre. A veces, el cielo se llenaba de globos desde los que los colonos, armados con unos tocados de color marrón y unos cascos ridículos, se dedicaban a cazar a cualquiera que vieran sospechosos; era un toque decadente el permitirse sobrevolar una situación tan abrumadora con un objeto tan frágil, pero que revelaba su seguridad e impunidad. A veces, solo a veces, era capaz de ver de refilón el rostro de su hijo mayor, que cayó abatido por una de esas batidas de los británicos. ¿Qué pasaría con los demás? No lo sabía, no lo recordaba… No estaba seguro de que quisiera hacerlo.

Era por eso que Parvati lloraba siempre: por los muertos y por lo que Mandip había hecho.

 

Cuando despertaba, todo volvía a empezar: los asuras poseyendo el cuerpo de Parvati, su lucha contra ellos y su soledad; las voces reclamándole y su pena, los ruegos para que su mujer no le abandonase por sus malas decisiones. No podía dejarle por alguien que fue y murió mucho tiempo atrás.

 

Su mente y su corazón ya no podían más. Apenas era capaz de dormir unas pocas horas sin dejar de vigilar a Parvati al temer que se la llevarían. Su Alma no era capaz de cargar con su llanto y supo que necesitaba un final. Cansado ya de esta situación, tomó el aceite con el que engrasaba a su marioneta (¿dónde la había dejado?) y encendió una cerilla.

—Si no puedo convencerte para que te quedes a mí lado, nos reencarnaremos y recibiré el castigo que merezco. No me dejes —pidió con pena mientras tiraba la cerilla encima suya.

No importó el intenso dolor ni el fuego devorándole. Por primera vez en mucho tiempo, creyó ver una mirada de aprobación en los ojos de su Parvati.

 

***

Antay Rodríguez era parte del cuerpo de lo que los extranjeros llamaban policía. Él se consideraba un mensajero de la justicia divina: misma función, diferente título.

El hombre había acudido a la explanada donde se encontraba el Circo Paradise con ánimos un tanto cenizos. Había estado la noche anterior con su familia y, si bien había notado un nerviosismo y una pena en el ambiente, no podía negar que había disfrutado con el espectáculo y sus hijos estaban muy felices. No era normal que hubiera espectáculos del estilo por el Machu Picchu, y no le apetecía decirle a los niños que había habido un terrible asesinato.

 

Se puso al día escuchando conversaciones y preguntando a sus compañeros: el anciano titiritero había ardido abrazado a su creación. A pesar de que era un hombre de temperamento arisco y volátil, la troupe le adoraba. Era un abuelillo muy mayor que por la edad tenía problemas de memoria y comportamiento. Decían que, desde que había encontrado una de sus antiguas creaciones, una que se parecía a él y que llamaba Shiva, había perdido el poco juicio que le quedaba y gritaba por las noches algo de asuras. Por lo poco que sabían de él sus compañeros, parecía que el hombre había tenido terribles experiencias en la vida.

Nadie entró ni salió del cuarto, no había pruebas de forcejeo ni de ningún tipo; aparte de la mugre que se había acumulado los días anteriores, el lugar estaba limpio. No parecía que él hubiera luchado para evitar el fuego. Daba la impresión de ser un suicidio muy extraño. A fin de cuentas, si te matabas para dejar de sufrir, ¿por qué amargarte hasta el último momento?

 

Habían encontrado algunos cadáveres de roedor cerca, pero por lo que habían dicho de la domadora, esos eran los únicos y eran ejemplares muy viejos. Esos ¿mausis? Eran demasiado listos para dejarse matar por poca cosa. La cuestión es si ellos habían sido los que habían iniciado el fuego de alguna forma, ya que tenían el suficiente cerebro. ¿La europea quería acabar con el anciano por algún motivo? Al hombre le parecía que si encontraba alguna evidencia, podría evitar problemas a aquella gente.

Cuando llegó, vio a los siameses y a la domadora de ratones hablando con inka Manko, su superior. Con discreción se situó a su lado y escuchó lo que le decían:

Oojichan había perdido la razón. Llevaba mucho tiempo triste —explicó la muchacha de rasgos delicados—. Se escuchaba el metal rechinar por las noches.

—¡Había matado a meine mausis! —sollozó la europea—. Opa jamás les había hecho daño.

—¿Cómo llegaron sus ratones a la habitación? —preguntó Antay. Inka Manko asintió, prefería que llevara los interrogatorios porque siempre sabía dónde dar—. Estaban amaestrados y si había matado a otros de los suyos, no habrían regresado.

—No lo sé, no lo entiendo. Tal vez no le tenían miedo aunque les gritaba que eran asuras —insistió la muchacha triste.

Oojisan llamaba así a los demonios —prosiguió el muchacho—. Gritaba algo de que no se llevarían a Parvati.

—Están tan apenados que no han salido de su nueva casa, ¿da?

La europea, que inka Manko la identificó como Elke, le señaló una marioneta de piel azul y entendió lo de Shiva. No es que Antay fuera muy entendido en mitología hindú, pero sí sabía que las dos marionetas representaban unos esposos.

Se acercó al autómata y se asombró de su gran manufactura. Era una pena no haberle visto en el espectáculo. Al ver la movilidad de la boca y que el abdomen se podía abrir, no pudo evitar sacar un pastel de su bolsillo y comprobar si las leyendas eran ciertas: decían que aquellos mecanismos se usaban como dioses, y los hacían tan perfectos que hasta podían comer. Con cuidado, abrió la puerta y la cavidad bucal, introdujo el pastel y se sintió como un niño pequeño al ver que acababa dentro de la pequeña bolsa de cuero. Cuando fue a recogerlo, los ratones de la domadora entraron por un pequeño agujero y se lo llevaron.

 

No pudo evitar reírse por la astucia de aquellos animales, aunque fueran tan… Se interrumpió, había tenido una idea.

—Señorita Elke —preguntó a la europea—. ¿El titiritero daba dulces a Parvati?

—Sí, constantemente —comentó la tal Haruka, la oriental—. Teníamos que llevarle muchos dulces.

—Inka, ¿había…?

—Sí, había un agujero en la bolsa estomacal de la muñeca Parvati —prosiguió su jefe. Había entendido su hipótesis.

Entonces, los ratones habían acudido a por un botín suculento y mucho más sencillo que el de la cocina. ¿Eso habría podido influir de alguna forma en la muerte del titiritero? No supo por qué, pero sacó de su pantalón la porra reglamentaria y, antes de que ninguno pudiera reaccionar, golpeó al autómata.

—¡No, mausis! —gritó Elke horrorizada.

Los ratones se revolvieron dentro de la carcasa de metal, que se levantó y se alejó del policía. El cuerpo rechinó muchísimo, suficiente para el policía.

—Ahí estaba el motivo por el que se oía el metal —comentó el hombre y encajó las piezas—. La otra marioneta se movía. Puede que fueran los ratones tratando de llevársela.

La lógica de los animales era impecable: si se llevaban con ellos a Parvati, podrían conseguir los dulces y trasladarlos para dárselos a sus crías. Si el anciano los tomaba por demonios que se querían llevar a su marioneta y reunirla con Shiva… Antay preguntó a más testigos, pero su teoría era clara y se confirmó cuanta más información recopilaba tanto dentro, como fuera del escenario del crimen.

 

Las autoridades hindúes no dudaron en enviarle la información sobre el titiritero, que era buscado por traidor a la patria: Mandip había sido un trabajador de los colonos británicos y ayudó a subyugar a la población, además de crear armas para aplastar las revueltas. Su primer colapso fue cuando los guardias británicos mataron a su primogénito; por lo que se sabe, le siguieron muchos más y eso fue lo que le llevó a perfeccionar las armas británicas. Parecía que tras perder a su familia, no supo muy bien a donde dirigir su vida de nuevo. Llevaba más de sesenta años huyendo, por lo que murió a una edad muy venerable. Lo que le sirvió a Antay para dar el caso por cerrado, fue un antiguo daguerrotipo del hombre con su familia, un poco antes de aceptar los encargos de los colonos. En medio de una gran cantidad de niños pequeños, se podía ver una pareja sentada con una rigidez muy parecida a la de sus homólogos de metal: Mandip y su esposa Parvati.

 

Fue un suicidio, aseguró en el informe, pero alguien como Antay, curtido en el dolor, aquello apenas era capaz de describir el horror que había vivido aquel titiritero: su culpabilidad se volvió contra él al ver de nuevo lo que fue, lo que podría haber sido y no poder afrontar en lo que se había convertido. ¿Cómo habría pasado sus últimos momentos? ¿Habría hecho lo correcto? Eso jamás lo sabrían.

Lo que alegró a Antay al volver al circo, fue ver las dos marionetas juntas, a pesar de que fue aquello que trató de evitar el fallecido. Un poco de justicia poética para lo que aquellas personas fueron.

 

 

Laura López Alfranca

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